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Juan de Ávila es un hombre representativo de la coyuntura espiritual de la España del siglo XVI. Ese momento complejo y difícil condicionó a Juan de Ávila, en parte le ayudó a su realización, en parte quizá no le permitió dar toda su medida. Pero Juan de Ávila, a su vez, contribuyó como pocos a centrar toda aquella energía que pujaba por abrirse cauces y renovar la espiritualidad y la pastoral de la Iglesia siempre viva. Juan de Ávila fue una figura excepcional. El oráculo de todos los espirituales de la España de entonces. Y Dios le quiso sacerdote secular, diocesano, sin más aditamentos. Quizá para que su influencia pudiera ser más universal, y sus actuaciones más multiformes y espontáneas. El vive todo el proceso evolutivo y conflictivo de sus tiempos, recoge las mejores intuiciones latentes o patentes en el mismo, las depura y ofrece soluciones eficaces y serenas a sus interrogantes y a sus urgencias. Su actuación fue una cumbre de acierto, de equilibrio, de luminosidad. El recuerdo de Juan de Ávila no se desvaneció después de sus días. A pesar de quedar institucionalmente a la intemperie, Juan de Ávila, sobre todo en los ambientes sacerdotales, significó siempre mucho. Porque lo esencial de sus enseñanzas y de sus pautas de acción sigue siendo actual en nuestro tiempo posconciliar, grandioso, difícil y esperanzador como el del siglo del «renacimiento», el que a Juan tocó en suerte vivir, y en el que fue uno de los protagonistas de primera fila y calidad.